Frankenstein de Guillermo del Toro es una adaptación fiel y respetuosa con su autora Mary Shelley. ¿Quieres saber por qué la dirección de arte y la ambientación son ideales a la historia que la escritora quería contar? ¡Sigue leyendo!

Hablar de Frankenstein es hablar de uno de los mitos fundacionales de la ciencia ficción moderna, pero también de una de las historias más profundamente humanas jamás escritas. Frankenstein de Guillermo del Toro no busca reinventar el relato, sino volver a mirarlo con respeto, sensibilidad y una profunda comprensión emocional, algo que, paradójicamente, lo convierte en una de las reinterpretaciones más personales del cineasta. Su mirada es respetuosa con la autora Mary Shelley y fiel a la obra original, poniendo en el centro la historia y sus reflexiones principales.

Dios, el monstruo y el nacimiento de la ciencia ficción

El concepto central de Frankenstein sigue siendo tan perturbador como vigente: el ser humano jugando a ser Dios. Victor Frankenstein no crea vida por altruismo, sino por soberbia, por curiosidad científica desprovista de ética. El monstruo, en cambio, nace inocente, sin maldad, convertido en criatura antes incluso de tener identidad.

Mary Shelley planteó, ya en 1818, preguntas que hoy siguen definiendo la ciencia ficción: ¿Hasta dónde puede llegar la ciencia? ¿Quién es responsable de una creación? ¿Es el monstruo quien nace así o quien es rechazado por la sociedad?

Guillermo del Toro entiende que el verdadero horror no es la criatura, sino el abandono, el miedo a lo diferente y la incapacidad humana de asumir las consecuencias de sus actos. Su película no convierte a Víctor en villano ni al monstruo en héroe, pero sí los coloca en un mismo plano trágico: ambos son víctimas de una ruptura entre naturaleza y ciencia.

Mary Shelley, el año sin verano y una historia nacida del dolor

Del Toro es un devoto declarado de Mary Shelley y de su obra, y eso se percibe en cada decisión creativa. Lejos de imponer su ego autoral, el director se retira un paso atrás para dejar brillar el texto original, algo poco habitual en grandes adaptaciones contemporáneas.

La historia de Frankenstein nace en un contexto tan gótico como la propia novela. En 1816, durante el llamado año sin verano, Mary Shelley se refugia en la Villa Diodati de Suiza junto a Percy Shelley, Lord Byron, su hermanastra Claire Clairmont y otros intelectuales como John William Pollidori. Las lluvias constantes, las noches de lecturas y el ambiente cargado de romanticismo oscuro desembocan en el famoso reto literario del que surgiría la novela.

La vida de Mary Shelley estaba marcada por la tragedia: la muerte de su madre al nacer, una relación complicada con su padre, amores tormentosos y constantes pérdidas. Todo eso se filtra en la obra: la culpa, el abandono, el deseo de ser amado y el conflicto entre naturaleza y progreso científico. Del Toro recoge ese espíritu y lo traduce en una película donde el gótico no es solo estético, sino profundamente emocional.

Además, la obra se aleja de la demonización fácil del monstruo. Shelley ya lo había desmitificado: la criatura no nace monstruo, se convierte en uno por la mirada ajena. Esa idea es central en la adaptación.

El monstruo: una reinterpretación más humana

Uno de los grandes aciertos de la película es el diseño de la criatura. Del Toro se aleja deliberadamente del icono verde heredado de la versión de 1931, un color que originalmente se usó para destacar el tono de piel en el blanco y negro. Aquí, el monstruo adopta un azul blanquecino, propio de cuerpos sin vida, más cercano a la realidad de la descomposición humana.

No es un ser aterrador, sino cabizbajo, reflexivo, casi tímido. Su fisiología transmite peso emocional. Es más humano que muchos de los humanos que lo rodean.

Esta visión conecta con una curiosa anécdota histórica: Mary Shelley conoció a Johann Conrad Dippel, químico y teólogo famoso por sus experimentos poco éticos, y llegó a pasar una temporada en su castillo. Se cree que parte del personaje de Víctor Frankenstein pudo inspirarse en él, reforzando la conexión entre ciencia real, obsesión y ficción.

Color y vestuario: narrativa visual al servicio del relato

La película construye su discurso también a través del color. Del Toro ha explicado que la paleta principal se articula en blanco, azul y dorado en las rectas principal y final, creando un arco emocional muy claro.

La infancia de Víctor se presenta en blancos, negros y rojos. El rojo, asociado a su madre, persiste en pequeños detalles: la bufanda, los guantes, la sangre de la criatura. Es el color del recuerdo, del amor perdido, del trauma. Tanto el arcángel de sus pesadillas como Elizabeth en momentos clave evocan esa memoria pasional.

El azul acompaña a Víctor y a otros personajes masculinos, simbolizando frialdad, distancia y racionalidad. Sin embargo, cuando entramos en el mundo interior del monstruo, el azul se transforma progresivamente en dorado, buscando calidez, humanidad y aceptación.

Elizabeth, en contraste, viste de verde. Representa la naturaleza, la vida, la armonía. Sus vestidos incluyen patrones naturales y simétricos, algo históricamente preciso para la época victoriana. Del Toro y la diseñadora Kate Hawley se alejan conscientemente del cliché dickensiano de negros, grises y sombreros de copa, apostando por una estética más rica y veraz.

El verde, sin embargo, también tiene una cara oscura: aparece de forma antinatural en la electricidad, en las baterías del laboratorio. Un verde intenso que recuerda al vidrio de uranio victoriano, o el verde descompuesto y enfermo en las paredes del laboratorio. Naturaleza frente a ciencia, una vez más.

Elizabeth: naturaleza, compasión y mirada femenina

Elizabeth es el gran eje emocional del film. Interpretada por Mia Goth —quien también encarna a la madre de Víctor reforzando el complejo de Edipo de Víctor—, representa la vida, la naturaleza y la posibilidad de amar sin poseer.

Es una mujer tradicional en apariencia, pero intelectual, sensible y firme. Capaz de rechazar una propuesta tóxica, de ver belleza donde otros solo perciben horror. Se acerca al monstruo sin juzgarlo porque, simbólicamente, ella pertenece al mismo mundo que él.

Como muchas mujeres en el cine de Del Toro, Elizabeth es fuerte y vulnerable a la vez, rodeada de hombres, casi siempre sola, pero nunca pasiva. Su conexión con la criatura contiene dos guiños claros a la franquicia clásica: su vestido de novia homenajea a La novia de Frankenstein, y sus primeras apariciones con los brazos vendados recuerdan también al propio monstruo.

Por otro lado, existe una escena de conexión con la criatura que evoca uno de los momentos más icónicos del cine de terror: María, la niña que arroja flores al lago en la versión original. Aquí, Del Toro evita repetir la escena para no caer en el remake, pero introduce ese espíritu a través de Elizabeth, y más adelante mediante la niña Anna-María y el hombre ciego, quienes enseñan al monstruo la inocencia y la humanidad.

No es un remake cualquiera

Frankenstein de Guillermo del Toro no es una reinvención ruidosa ni un ejercicio de estilo vacío. Es una carta de amor a Mary Shelley, a la literatura, al cine clásico y, sobre todo, a las personas que no se amoldan a lo que se espera de ellas. Una película que entiende que el verdadero monstruo no es quien nace diferente, sino quien niega la empatía.

Del Toro no se impone sobre el mito: lo escucha, lo comprende y lo devuelve al público con una mirada profundamente humana, vestida de romanticismo decimonónico y un gran respeto a la verdadera madre de la criatura: Mary Shelley.

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Amante de los videojuegos, el cine y las series de vocación y diseñadora de experiencia y gráfica de profesión. Me apasiona entender por qué las historias nos conmueven: analizo personajes y tramas desde perspectivas filosóficas, antropológicas y psicológicas.

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