Hoy os traemos el análisis de Dying Light: The Beast para PC, la nueva entrega desarrollada por Techland que promete ser el apocalipsis zombi más bello jamás visto. Aquí nuestro protagonista, Kyle Crane —aka sujeto de pruebas favorito de nadie— despierta sin ser del todo humano y arranca una historia de venganza desenfrenada contra el Barón y sus experimentos.

Parkour a lo Mirror’s Edge, ejecuciones ferales a lo Doom, un sistema de progresión marca de la casa y un mundo abierto tan verde y vibrante que destroza el cliché de los survival oscuros y claustrofóbicos. Y si todo esto te suena tan inesperado como ver a un zombi tomándose un picnic en el parque, sigue leyendo y descubre por qué este regreso a la saga apunta a ser tu próxima dosis de acción y supervivencia.

Historia: Venganza con denominación de origen GSB

Kyle Crane no lo ha tenido fácil en su periplo como agente encubierto. Primero lo mandaron a la ciudad de Harran, que resultó no ser precisamente el destino ideal para unas vacaciones —es lo que tiene que esté todo infestado de zombis— y encima con la GRE (Global Relief Effort) decretando cuarentena.

Kyle Crane está de vuelta

Al final, Crane, que en el fondo es un blandito, acaba implicándose con los supervivientes y descubre los tejemanejes oscuros de la GRE, tomando la decisión de quedarse en la ciudad infestada para ayudar. Después se topa con la secta de los Children of the Sun, que presumían de inmunes al virus… spoiler: lo suyo no era inmunidad, sino aceptar y convivir con el virus, que no es exactamente lo mismo.

Y así llegamos a Dying Light: The Beast, cuya historia se sitúa diez años después del primer juego y diez años antes de la segunda entrega, retomando a Crane en un momento clave de su transformación. Resulta que durante esta década nuestro buen amigo ha sido usado como cobaya por un tal Barón, cuyo hobby favorito es jugar a ser Doctor Frankenstein mezclando virus como si fueran margaritas de biopeligro. El resultado: un Kyle a medio camino entre humano y zombi. Vamos, que si antes lo tenía complicado, ahora se despierta con media parte del cuerpo pidiendo un kebab y la otra con ganas de morder al de al lado.

Nuestro periplo arranca con la fuga del laboratorio, gracias a una misteriosa voz femenina en el interfono, muy rollo códec de Metal Gear Solid. Esa voz pertenece a Olivia, que nos guía hasta Castor Woods: un valle que antes era destino turístico y ahora es un buffet libre de carne pasada de zombi y secretos esperando a salir a la luz. Al llegar a la primera zona segura descubrimos que Olivia sabe mucho más de lo que aparenta y que sus objetivos no son los mismos que los nuestros: ella busca respuestas, nosotros venganza.

Bienvenidos a Castor Woods

Ahí entra en juego el concepto de las Quimeras, unos bicharracos mutantes que, al derrotarlos, sueltan un ingrediente genético denominado GSB. Cada inyección de GSB nos potencia más y más, como si fueran los plásmidos de BioShock. Y así, entre la venganza personal contra el Barón y los secretos que Olivia guarda bajo la manga, se construye un relato donde lo importante no es solo sobrevivir… sino aceptar a la bestia que llevamos dentro.

Jugabilidad: Parkour no tan extremo, hostias ferales y un poquito de sigilo para disimular

La propuesta de Dying Light —una saga que ya cuenta con más de diez años a sus espaldas— supuso una vuelta de tuerca al género del survival horror en un periodo de impasse, justo antes de que el género explotara de nuevo con la llegada de Resident Evil 7. En su momento se sintió como un soplo de aire fresco: al survival clásico se le añadía un mundo abierto y un sistema de parkour que cambiaba por completo las reglas del juego.

Haciendo el cabra

Aquí no hablamos de mecánicas de terror al uso, sino de una acción fluida con pinceladas de horror. Y es que “flow” es la palabra que mejor define lo que Techland puso sobre la mesa: correr, deslizarte, trepar y saltar de edificio en edificio mientras esquivas hordas de zombies. Una vez dominas las mecánicas, la experiencia es una pasada: ya no se trata de avanzar con cuidado, contando balas y pasos como en un Resident Evil clásico, sino de moverte rápido, leer el escenario a toda velocidad y planificar tu ruta antes del siguiente salto. Esta sensación de vértigo se multiplica, sobre todo, cuando cae la noche.

Y es que para mí Dying Light tiene tres vertientes claramente diferenciadas: el día, la noche y el cooperativo —este último lo veremos en una sección aparte—.

De día entrenamiento de cardio con vistas y zombies de atrezo

¡Bienvenido a Castor Woods! Una zona montañosa inspirada en la Europa del Este, rodeada de bosques y con aldeas de postal. La naturaleza es imponente y allá donde mires tienes un fondo perfecto para hacerte un selfie… lástima que siempre salga un zombi intentando photobombearte.

Tras un prólogo de aproximadamente una hora, el juego te abre las puertas de Castor Woods con una presentación imponente que, salvando las distancias, recuerda a cuando Link sale de la cueva en Breath of the Wild. Y aquí toca hablar de arquitectura, no porque me haya dado por ponerme gafitas de arquitecto o porque me guste (Que me gusta), sino porque en un juego de parkour la construcción del escenario marca la jugabilidad. Esto no es Harran con sus bloques y rascacielos, sino un entorno rural envejecido: techos de madera inclinados, calles estrechas y construcciones improvisadas en vertical. Lo primero que pensé fue: “¿Cómo demonios voy a hacer parkour aquí?” Spoiler: se puede… y se disfruta muchísimo.

Quedarse con las formas de los edificios es crucial

Durante el día es el momento ideal para completar misiones secundarias, recopilar materiales y craftear. Los enemigos dejan objetos que puedes usar para mejorar o reparar tu equipamiento, aunque ojo con la durabilidad: las armas no aguantan eternamente y aquí no existe el seguro de hogar para martillos tuneados. Además, en el mundo abierto encontrarás las llamadas zonas oscuras, escondrijos con buen botín que merece la pena explorar a plena luz.

Castor Woods también esconde ocho quimeras diferentes que podemos dar caza para hacernos más fuertes, más de 100 coleccionables y easter eggs, y secundarias de sobra para que apetezca perderse por sus calles y bosques.

El día es tu momento para conocer el terreno: aprender qué tejados son seguros, qué paredes te permiten deslizarte y de qué cornisas puedes agarrarte en el último segundo. Porque este ritmo pausado y hasta relajado no va a acompañarte cuando caiga la noche…

De noche discoteca de coléricos sin lista VIP

“De noche todos los gatos son pardos”, como diría mi abuela… pero aquí cambiamos los gatos por coléricos. El ritmo pausado del día cambia radicalmente: seguimos teniendo la misma libertad, sí, pero sin la calma para pensar. Los enemigos más fuertes aparecen en cuanto cae el sol y, en concreto, los coléricos —rápidos como ellos solos— no se lo piensan dos veces: te ven y ya estás corriendo que ni en las Olimpiadas.

Ojito que cuando caiga la noche…

Las persecuciones nocturnas son constantes, con poca o nula visibilidad, y ahí agradecerás haber invertido tiempo en explorar el terreno durante el día. Pero también hay que decir que, cuando te sincronizas con el flow del juego —saltando, corriendo, escalando y encadenando movimientos— sientes que realmente estás owning the place. Esa sensación de conseguir sobrevivir por puro movimiento ágil es una pasada.

De noche, el papel cambia: ya no eres el cazador, eres la presa. Esa angustia constante de que te pisan los talones es lo que le da sabor al juego. Y aun así, no todo es huir: siempre te queda la opción de usar la luz ultravioleta para mantener a raya a los coléricos y ganar unos segundos valiosísimos.

La Bestia interior y otras cositas del menú

Hasta aquí hemos hablado de cómo el día y la noche marcan el ritmo de la experiencia. Pero The Beast no se queda en repetir la fórmula del primero: añade un conjunto de mecánicas nuevas que le dan identidad propia y lo convierten en algo más que un simple puente entre juegos.

Podría ser un fatality

La más llamativa es el Modo Feral, una transformación que se activa al llenar el medidor de bestia. Cada golpe, esquiva o parry —incluso recibir daño— hace crecer esa barra hasta que Crane suelta al animal que lleva dentro. Durante unos segundos todo cambia: la fuerza y la velocidad se disparan, los remates son brutales y sientes que ya no peleas como humano, sino como depredador.

El dilema es claro: cuanto más arriesgas, antes entras en Feral… pero también más te expones. Y lo mejor es que añade un punto de estrategia curioso: en combates contra quimeras o bosses, a veces lo óptimo es marearlos un rato para activar el modo y ahorrar munición, porque aquí los desmembramientos están a la orden del día.

Junto a esto, hay capas más pausadas que amplían la jugabilidad:

  • El Modo Investigación, que al pulsar un botón destaca puntos de interés cercanos: huellas de enemigos, munición, objetos o incluso rastros que seguir.
  • Sigilo y ganzúas (yo es imposible que lea “ganzúa” y no piense en Jill Valentine de Resident Evil). Puedes sorprender a los enemigos por la espalda… aunque seamos sinceros: ¿quién quiere ir en sigilo cuando puedes ir haciendo el cabra a saltos?
  • Y los vehículos, que sirven para desplazarte por todo el mapa rural, pero ojo con la gasolina porque aquí cada kilómetro cuenta.
Nuestro particular Carmageddon

En conjunto, estas novedades hacen que The Beast se sienta más variado: combina el clásico dúo día/noche de la saga con momentos de acción todavía más salvaje. Una mezcla que, sin dejar de lado el parkour, refresca la fórmula y la lleva un paso más allá.

Online: Porque matar zombies solo esta bien, pero con colegas son risas aseguradas

Otro de los pilares de este capítulo de Dying Light, igual que en entregas anteriores, es el modo cooperativo online. Porque sí, ir haciendo la cabra montesa es divertido en solitario… pero en compañía es otro nivel. (Todavía me acuerdo de las risas con mi amiga Shimbala en el primero, saltando y gritando “¡parkour!” como si nos fuera la vida en ello).

En cuanto a novedades, no hay grandes cambios, pero se mantiene lo que funciona:

  • Puedes jugar con hasta cuatro personas.
  • El progreso se comparte, así que si completas una misión con tus colegas aunque no la tuvieras, se añade automáticamente a tu partida.
  • Cada jugador recibe su propio botín, evitando peleas por quién se lleva qué.
Hacer el cabra con colegas es lo más

Puedes unirte al cooperativo directamente desde el menú inicial creando sala, o saltar de tu campaña individual al online en cualquier momento. Incluso existe un botón de “pedir ayuda”: si un boss se te atraganta, puedes hacer un llamamiento a otros jugadores para que entren a repartir leña contigo. La gracia está en que podéis coordinar los modos ferales para arrasar en los combates… aunque lo más divertido siguen siendo las persecuciones y ver a tu colega intentar caer con voltereta y terminar estampado contra el suelo.

Yo habré jugado unas cinco horas en online y la experiencia ha sido muy buena: sin lag, sin caídas y con emparejamientos rápidos, incluso estando solo los que teníamos copia de review. Eso sí, lo mejor fue hacerme colega de un polaco que se convirtió en mi partner-in-crime durante la aventura: risas aseguradas de principio a fin.

Gráficos y sonido: El más soleado apocalipsis

Si el juego destaca por su brutalidad y fluidez, lo mismo pasa con los gráficos. En un título donde el movimiento es clave, que todo se sienta fluido y dinámico es un deber. Lo primero que llama la atención en este capítulo es la estabilidad de los fps (yo he tenido 60 fps sólidos en un equipo de gama media), pero además el despliegue gráfico es notable.

El prólogo, ambientado en un laboratorio de pasillos angostos, no es el mejor escaparate visual. Pero basta salir al mundo abierto para deslumbrarse: escenarios luminosos, frondosos y llenos de detalles por todas partes. La arquitectura de los pueblos, la experiencia de corretear entre bosques y descubrir una aldea en lo alto de una montaña, los efectos de luz filtrándose entre los árboles, o las calles “llenas de vida” (o de muerte, según se mire)… todo contribuye a que estemos ante el apocalipsis zombi más bonito. Aquí no abundan las estancias lúgubres y claustrofóbicas (aunque alguna hay), sino un mundo abierto lleno de color y detalle.

También hay espacios angostos y lugubres

En cuanto al sonido, siempre me gusta fijarme en este aspecto porque para mí es clave para entrar de lleno en la propuesta. La música corre a cargo de Olivier Deriviere, compositor que ya trabajó en títulos como Streets of Rage 4, Remember Me o Assassin’s Creed IV: Black Flag (mi preferido), y aquí firma más de cuatro horas de melodías. Su estilo pasa desde tonos más orgánicos, con guitarras cálidas, hasta punteos agresivos con pinceladas sutiles de electrónica. La gracia es que no busca una épica innecesaria, sino acompañar la acción y reforzar cada momento, aportando tensión o calma según lo requiera la situación.

El juego, por cierto, es «Verificado» en Steam Deck y con un rendimiento más que optimo. Sin tocar configuraciones lo he jugado a 60 fps en dock y 30 fps en modo portatil para que me durase un pelin mas la batería.

Conclusión Dying Light The Beast

Picnic con zombies (y tú traes el postre)

Dying Light: The Beast no viene a revolucionar el género como lo hizo su primera entrega hace diez años, ni a reinventarse de arriba abajo, pero sinceramente tampoco le hace falta. La mezcla de parkour y zombis sigue funcionando como un tiro, especialmente en una época plagada de remakes de survival horrors. Coge su fórmula ya probada y le añade un puñado de aderezos: no lo suficiente como para sentir que es un juego completamente nuevo, pero sí lo bastante como para que apetezca volver a lo que Techland propone.

Es un título cuya mayor baza es una jugabilidad que, aunque sencilla en apariencia, se disfruta más y más a medida que dominas sus mecánicas y entras en el famoso flow. Brilla todavía más en cooperativo, aunque puede disfrutarse perfectamente en solitario. Tiene misiones secundarias prescindibles, pero también otras muy recomendables como “Una señal de amor”, “Mantente humano” o la inevitable referencia musical en “Don’t Look Back in Anger”. Y lo mejor es que es un juego que se adapta a ti: puedes ir a piñón con la historia, perderte entre coleccionables o simplemente dedicarte a hacer el cabra saltando de tejado en tejado.

Con una duración de entre 15 y 20 horas según tu estilo de juego, The Beast no pretende ser un monstruo revolucionario, pero sí un recordatorio de por qué la fórmula de Techland sigue siendo tan divertida. Un survival horror que, sin reinventarse, consigue mantener viva la chispa y el flow del parkour entre zombis.

Dying Light The Beast salió el 18 de Septiembre de 2025 para PS5, PC y Xbox Series, aunque se han anunciado versiones para las generaciones anteriores para mas adelante en 2025.

El apocalipsis será muy duro… pero al menos aquí se hace con estilo. El peso del juego es de 59,82 GB y lo hemos probado en varios equipos, obteniendo un rendimiento excelente en todos:
  • Laptop I7, 16GB de RAM con Nvidia GTX 1070
  • Laptop: AMD Ryzen 7, 16GB de RAM con Nvidia RTX 4050
  • Steam Deck

Dying Light The Beast

8.2 ¡Mola mucho!

Dying Light The Beast no reinventa la fórmula, pero le da un aire fresco al parkour entre zombis con su Modo Feral, un mundo abierto tan bonito como letal y un cooperativo que convierte la supervivencia en risas aseguradas.

Lo mejor
  1. El parkour
  2. El modo cooperativo
  3. Graficamente precioso
Lo peor
  1. No innova demasiado
  • Historia 6
  • Jugabilidad 8.5
  • Apartado artístico 8.5
  • Apartado sonoro 8
  • Multijugador 8
  • Rendimiento 10
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Runner de día, gamer de noche y protagonista de mi propio JRPG emocional. Nací con rings de Sonic, crecí con la Master Sword y ahora intento sobrevivir entre deadlines como si esto fuera Final Fantasy Tactics. Main de Sin Kiske, fan de Cloud, y últimamente poseído por la locura divina de Chainsaw Man y las verdades incómodas de Bleach. Si me ves escribiendo sobre videojuegos como si me fuera la vida en ello… probablemente es que me ha dado otro boost de adrenalina azul. A veces soy productivo...

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